jueves, 29 de mayo de 2014

CLXXXI La aldea.


La maleza desdibujaba el camino de entrada a la aldea, las amapolas con sus vientos se avisaban del quejido de mis botas sobre el suelo. Los pedazos medievales de bandera del castillo me indicaban la dirección de caída de sudor del sufrimiento. Las mesas y sillas carcomidas por el tiempo, sugerían restos de alegría en algún momento. La obediencia de sus calles, todas rectas, mostraban el orden del que un día gozó el pueblo.
Mi caminar proseguía ahora por un terreno escarpado, la pendiente descendiente era pronunciada, bajaba un río pero no sus aguas, las aguas, pese al desnivel, permanecían quietas e inmóviles. Me quedé asombrado. Es como si el tiempo se hubiera detenido. De repente un sonido ensordecedor golpeó mi tímpano, todo el pueblo con su paisaje, entonces, poco a poco empezó a volcar. Nada se movía, nada de despeñaba, tampoco las piedras, ni el agua, ni el ladrido mudo del perro, solo yo, que caí hacia el infinito de los cielos.